El bragrecico
EL BRAGRECICO
BIOGRAFÍA DEL AUTOR:
Fue su condición de
maestro la que permitió a Francisco
Izquierdo Ríos (1910-1981) penetrar en la intensa vitalidad y el universo de
los niños .Fuerza contagian te que empujo al escritor a lidiar con la enseñanza
en los poblados masapartados de la amazonia peruana.
Nacido en la cuidad de Saposoa,provincia de Huallaga,San
Martín ,tejió con simpleza claridad y exultante belleza,relatos en ,os que
palpitan la energía y pedagogía de la naturaleza de la selva y de sus hombres.
"Escribir de modo natural y sencillo como crece la
hierba y que por entre lo escrito se vea la luz de la vida ",manifestó el
deudor de al espontaneidad del relato oral de una generosa y profunda entrega a
las tesituras de paisajes, seres y elementos de nuestro país.
"El Bragrecico" forma parte de esa lista de
historias sin el tiempo que van reforzando su aliento de generación por el
optimismo ,candor y belleza que despliegan sus lineas.Profusa y virtuosamente
ilustrado por Roberto Parí Vela , este
pequeño tesoro rebosa de de aventuras y metáforas ,así como de reflexiones
sobre el sentido de la vida misma .Premio Nacional de Fomento a la Cultura Ricardo
Palma en 1963 ,maestro ,poeta ,narrador ,investigo el folklore y fue un enorme
baluarte para la literatura infantil peruana.Entre sus volúmenes figuran:
El colibri con cola de pavo real
la literatura infantil en el Peru(1969)
Cuentos del Tio Doroteo
Papagayo,el amigo de los niños
El árbol blanco
Gregorillo(1957)
En la tierra de los arboles(1979)
EL BAGRECICO
Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca
en el penumbroso remanso del riachuelito: «Yo conozco el mar. Cuando joven he
viajado a él, y he vuelto».Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a
otro contoneándose orgullosamente. Los peces niños y jóvenes le miraban y
escuchaban con admiración. «¡Ese viejo conoce el mar!».
Tanto oírlo, un bagrecito se le acercó una noche de luna y
le dijo: «Abuelo, yo también quiero conocer el mar».
- Si, abuelo.
- Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran
proeza.
Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del
Perú, un riíto con lecho de piedras menudas y delgado rumor. Palmeras y otros
árboles, desde las márgenes del remanso, oscurecía las aguas.
Esa noche, en
unrincón de la pozuela iluminada tenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó
al bagrecito cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el
bagrecito partió aguas abajo. «Tienes que volver», le dijo, despidiéndolo, el
viejo bagre,quien era el único que sabía de aquella aventura.
El bagrecito sentía pena por su madre. Ella, preocupada
porque no lo había visto todo el día, anduvo buscándolo. «¿Qué te sucede?», le
preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla, una de
sus tantas casas.
- ¿Usted sabe dónde está mi hijo?
- No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El
muchacho ha de volver. Seguramente ha salido a conocer mundo.
- ¿Y si alguien lo pesca?
- No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no
deben vivir todo el tiempo en la falda de la madre. retorna a tu casa. El
muchacho ha de volver.
La madre del bagrecito, más o menos tranquilizada con las
palabras del viejo filósofo, regresó a su casa.
El bagrecito, mientras tanto, continuaba su viaje. Después
de dos días y medio entró por la desembocadura del riachuelo en un riachuelo
más grande.
El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo
tantos zigzags, que el bagrecito se desconcertó.
«Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo»,
recordó.
Su cauce era de piedras y, partes, de arena, salpicado de
pedrones, sobresaliendo de las aguas con plantas florecidas en el légamo de sus
superficies; hondas pozas se abrían en los codos con multitud de peces de toda
clase y tamaño; sonoras corrientes,el bagrecito seguía,
seguía ora nadando con vigor, ora dejándose llevar por las corrientes, con las aletas y
barbitas extendidas, ora descansando o durmiendo bajo el amparo de las verdes
cortinas de limo.
Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que
había debajo de ellas o embocando los que flotaban en los remansos.
- ¡De lo que me escapé' -- se dijo, temblando.
En tina poza casi muerde un anzuelo con carnada de
lombriz... iba a engullirlo, pero se acordó del consejo del abuelo: «antes de
comer, fíjate bien en lo que vas á comer» así, descubrió el sedal que
atravesando las aguas terminaba en la orilla, en las manos del pescador, un
hombre con aludo sombrero de paja.
Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes;
de ahí que los peces pueden ver el exterior.
El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al
viajero con mayor seriedad sobre los peligros que amenazaban en su larga ruta;
además de los pescadores con anzuelo, las pescas con el barbasco venenoso, con
dinamita y con red; la voracidad de los martín pescadores y de las garzas,
también de los peces grandes, aunque él sabía que los bagres no eran presas
apetecibles para dichas aves, por su aletas enconosas; ellas prefieren los
peces blancos, con escamas.
Con más cautela y los ojos más abiertos, prosiguió el
bagrecito su viaje al mar. En una corriente colmada de luz de la mañana
límpida, una vieja magra, todas arrugas, metida en las aguas hasta las
rodillas, pescaba con las manos, volteando las piedras.
El bagrecito se libró de las garras de la pescadora, pasando
a toda velocidad. –¡la misma muerte!-, se dijo, volviendo a mirar, en su
carrera, a la huesuda anciana, y ésta le increpó con el puño en alto:
“Bagrecito bandido”.
Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad
del riachuelo, cantaban un montón de pájaros. El bagrecito, con las antenas de
sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y poetas de los bosques, y se
detuvo a escucharlos.
Después de una tormenta, que perturbó la selva y el
riachuelo, oscureciéndolos, el viajero ingresó en un inmenso claro lleno de
sol; a través de las aguas ligeramente turbias distinguió un puente de madera,
por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas.
Pensó: «Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil
vueltas divide en dos partes, como me indicó el abuelo».
«¡Ah, mucho cuidado!», se dijo luego ante numerosos
muchachos que, desde las orillas, se afanaban en coger con anzuelos y fisgas
los peces,que, en apretadas manchas, se deslizaban por sobre la arena o lamían
las piedras, agitando las colas.
El bagrecito salvó el peligroso sector de la ciudad con
bastante sigilo. En la ancha desembocadura del riachuelo de las mil vueltas,
tuvo miedo; las aguas del riachuelo desaparecían, encrespadas, en un río quizá
cien, doscientas veces más grande que su humilde riachuelito natal. Permaneció
indeciso un rato, luego se metió con coraje en las fauces
del río.
Las aguas eran turbias y corrían impetuosas, peces gigantes,
con los ojos encendidos, pasaban junto al bagrecito, asustándolo. «No tengo
otro camino que seguir adelante», se dijo resueltamente.
El río turbio, después de un curso por centenares de
kilómetros de tupida selva, entregaba bruscamente sus aguas a otro mucho más
grande.
El bagrecito penetró en él ya casi sin miedo.
Se extrañó de escuchar un vasto y constante run run musical.
Débase a la fina arena y partículas de oro que arrastran las violentas aguas
del río.
En las extensas curvas de ese río caudaloso hierven
terribles remolinos que son prisiones no sólo para las balsas y canoas que,
para descuido de los bogas, entran en ellos, sino también para los propios
peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecito los sorteaba manteniéndose firme a
lo largo de las corrientes que pasan bordeándolos.
Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos,
este río bravo, Blancas montañas resplandecientes, Al bagrecito se le ocurrió
lamer una de esas minas durante una media hora, luego reanudó su viaje con
mayor impulso.
Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó
sobremanera. Pero él juzgó que, seguramente, procedía de los «malos pasos»,
debidos al impresionante salto del río sobre una montaña, grave riesgo del cual
le habló mucho el abuelo.
A medida que avanzaba, el estruendo era más pavoroso... ¡Los
malos pasos a la vista!... Nuestro viajero temerario se preparó para vencer el
peligro... se sacudió el cuerpo, estiró las aletas y las barbitas, cerró los
ojos y se lanzó al torbellino rugiente.
Quince kilómetros de cascadas, peñas, aguas revueltas y
espumantes, pedrones, torrentes, rocas... El bagrecito iba a merced de la furia
de las aguas, aquí, chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un
tremendo oleaje le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le
devolvió a las aguas.
Al término del infierno de los «malos pasos», el bagrecito,
todo maltrecho, buscó refugio debajo de una piedra y se quedó dormido un día y
una noche.
Se consideraba ya baquiano. Además, habla crecido, su pecho
era recio, sus barbas más largas, su color blanco oscuro con reflejos
metálicos, no podía ser de otro modo, ya que muchos soles y muchas lunas
alumbraron desde que salió de su riachuelito natal, ya que había cruzado tantos
ríos, sobre todo, vencido los terroríficos «malos pasos», los «malos pasos» en
que mueren o encanecen muchos hombres.
Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el
viaje. Sin embargo, no muy lejos, por poco concluye sin pena ni gloria. A la
altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, entre sábalos,
boquichicos, corvinas, palometas, lisas; empero, el hijo de un pescador, un
alegre muchacho, lo cogió de las barbas y le arrojó desde la canoa a las aguas,
estimándolo sin
importancia en comparación con los otros pescados.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso
anochecer la atención del viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en
migración hacia arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los millones de
peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas, relampagueando como trozos
de plata en la oscuridad de la noche.
El bagrecito se arrimó a una orilla fuertemente, contra el
lodo, hasta que pasó el último pez. En plena jungla, el voluminoso río
desaparecía en otro más voluminoso.
Así es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de
kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a otros ríos, y éstos a otros,
hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el
Amazonas, el río más grande de la Tierra. Nuestro bagrecito entró en ese
prodigio de la naturaleza a las primeras luces del día, cuando los bosques de
las márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales salvajes. Allá,
en el remoto riachuelito natal, el abuelo le había hablado también mucho del
Rey de los Ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a
otro río... No se veía el fondo ni las orillas. Era, pues, el río más grande
del mundo.
«Debes tener mucho cuidado con los buques», le había
advertido el abuelo.Y el bagrecito pasaba distante de esos monstruos que
circulaban por las aguas, con estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del
alba, digamos mejor para admirarlo, ya que nuestro bagrecito era sensible a la
belleza; el lucero del alba, casi sobre el río, parecía una victoria regia de
lágrimas, después de bañarse de su luz, el bagrecito se hundió en las aguas,
produciendo un leve ruido y leve oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un
pez de mayor tamaño que un hombre para devorarlo. El pobre bagrecito corría a
toda velocidad de sus fuerzas, corría, corría, de pronto columbró un hueco en
la orilla y se ocultó en él... de donde miraba a su terrible enemigo, que iba y
venía y, finalmente, desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta,
pasando frente a puertos, pueblos, haciendas, ciudades, hasta que una noche,
con luna llena enorme, redonda, llegó a la desembocadura. El río era allí
extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de cien leguas al mar.
«¡El mar!», se dijo el bagrecito, profundamente emocionado..
«¡El mar!». Lo vio
esa noche de luna llena como un transparente abismo verde.
El retorno a su riachuelito natal fue difícil. Se encontraba
tan lejos. Ahora tenía que surcar los ríos, lo cual exige mayor esfuerzo. Con
su heroica voluntad dominaba el desaliento.
Vencía todos los peligros. Cruzó los «malos pasos» del río
aprovechando una creciente, y, a veces, a saltos por sobre las rocas y pedrones
que no estabantapados por las aguas. En el riachuelo de las mil vueltas salvó
de morir, por suerte.
Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro
la mecha de un cartucho de dinamita, para arrojarlo a una poza donde muchísimos
peces, entre ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie, con ruidos
característicos, las millares de comejenes que, anticipadamente, desparramó
como cebo el pescador.
¡No había escapatoria!.
Pero, ocurrió algo inesperado, el pescador, creyendo que el
cartucho de dinamita iba a estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a
todo correr se internó en el bosque, las piedras saltaron hasta muy arriba con
la horrenda explosión. Algunos pájaros también cayeron muertos de los ramajes.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al
fin, entró en su riachuelito natal, cuando sintió sus caricias. Besó con
unción, las piedras de su cauce.
Llovía menudamente, los árboles de las riberas, sobre todo
los almendros, estaban florecidos. Había luz solar por entre la lluvia suave y
dentro del riachuelo.
El bagrecito, loco de contento, nadaba en zigzags; de
espaldas, de costado, se hundía hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas,
moviéndolas en el aire. Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su madre ni
al abuelo.
Nadie lo conocía.
Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido
por las palmeras y otros árboles de las márgenes.
Se dio cuenta, entonces, de que era anciano. En el fondo de
la pozuela, con su voz ronca, solía decir, contoneándose orgullosamente: «Yo
conozco el mar. Cuando joven he viajado a él y he vuelto».
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con
admiración. Un bagrecito, de tanto oírlo, se le acercó una noche de luna y le
dijo:
«Abuelo, yo también quiero conocer el mar».
- ¿Tú?
- Si, abuelo.
-Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran
proeza.Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca
en el penumbroso remanso del riachuelito: «Yo conozco el mar. Cuando joven he
viajado a él, y he vuelto».Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a
otro contoneándose orgullosamente. Los peces niños y jóvenes le miraban y
escuchaban con admiración. «¡Ese viejo conoce el mar!».
Tanto oírlo, un bagrecito se le acercó una noche de luna y
le dijo: «Abuelo, yo también quiero conocer el mar».
- Si, abuelo.
- Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran
proeza.
Vivían en ese remanso de un riachuelito de la Selva Alta del
Perú, un riíto con lecho de piedras menudas y delgado rumor. Palmeras y otros
árboles, desde las márgenes del remanso, oscurecía las aguas. Esa noche, en
unrincón de la pozuela iluminada tenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó
al bagrecito cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el
bagrecito partió aguas abajo. «Tienes que volver», le dijo, despidiéndolo, el
viejo bagre,quien era el único que sabía de aquella aventura.
El bagrecito sentía pena por su madre. Ella, preocupada
porque no lo había visto todo el día, anduvo buscándolo. «¿Qué te sucede?», le
preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla, una de
sus tantas casas.
- ¿Usted sabe dónde está mi hijo?
- No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El
muchacho ha de volver. Seguramente ha salido a conocer mundo.
- ¿Y si alguien lo pesca?
- No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no
deben vivir todo
el tiempo en la falda de la madre. retorna a tu casa. El
muchacho ha de volver.
La madre del bagrecito, más o menos tranquilizada con las
palabras del viejo filósofo, regresó a su casa.
El bagrecito, mientras tanto, continuaba su viaje. Después
de dos días y medio entró por la desembocadura del riachuelo en un riachuelo
más grande.
El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo
tantos zigzags, que el bagrecito se desconcertó.
«Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo»,
recordó.
Su cauce era de piedras y, partes, de arena, salpicado de
pedrones, sobresaliendo de las aguas con plantas florecidas en el légamo de sus
superficies; hondas pozas se abrían en los codos con multitud de peces de toda
clase y tamaño; sonoras corrientes,
Resultado de imagen para el-bagrecicoel bagrecito seguía,
seguía ora nadando con vigor, ora
dejándose llevar por las corrientes, con las aletas y
barbitas extendidas, ora descansando o durmiendo bajo el amparo de las verdes
cortinas de limo.
Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que
había debajo de ellas o embocando los que flotaban en los remansos.
- ¡De lo que me escapé' -- se dijo, temblando.
En tina poza casi muerde un anzuelo con carnada de
lombriz... iba a engullirlo, pero se acordó del consejo del abuelo: «antes de
comer, fíjate bien en lo que vas á comer» así, descubrió el sedal que
atravesando las aguas terminaba en la orilla, en las manos del pescador, un
hombre con aludo sombrero de paja.
Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes;
de ahí que los peces pueden ver el exterior.
El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al
viajero con mayor seriedad sobre los peligros que amenazaban en su larga ruta;
además de los pescadores con anzuelo, las pescas con el barbasco venenoso, con
dinamita y con red; la voracidad de los martín pescadores y de las garzas,
también de los peces grandes, aunque él sabía que los bagres no eran presas
apetecibles para dichas aves, por su aletas enconosas; ellas prefieren los
peces blancos, con escamas.
Con más cautela y los ojos más abiertos, prosiguió el
bagrecito su viaje al mar. En una corriente colmada de luz de la mañana
límpida, una vieja magra, todas arrugas, metida en las aguas hasta las
rodillas, pescaba con las manos, volteando las piedras.
El bagrecito se libró de las garras de la pescadora, pasando
a toda velocidad. –¡la misma muerte!-, se dijo, volviendo a mirar, en su
carrera, a la huesuda anciana, y ésta le increpó con el puño en alto:
“Bagrecito bandido”.
Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad
del riachuelo, cantaban un montón de pájaros. El bagrecito, con las antenas de
sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y poetas de los bosques, y se
detuvo a escucharlos.
Después de una tormenta, que perturbó la selva y el
riachuelo, oscureciéndolos, el viajero ingresó en un inmenso claro lleno de
sol; a través de las aguas ligeramente turbias distinguió un puente de madera,
por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas.
Pensó: «Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil
vueltas divide en dos partes, como me indicó el abuelo».
«¡Ah, mucho cuidado!», se dijo luego ante numerosos
muchachos que, desde las orillas, se afanaban en coger con anzuelos y fisgas
los peces,que, en apretadas manchas, se deslizaban por sobre la arena o lamían
las piedras, agitando las colas.
El bagrecito salvó el peligroso sector de la ciudad con
bastante sigilo. En la ancha desembocadura del riachuelo de las mil vueltas,
tuvo miedo; las aguas del riachuelo desaparecían, encrespadas, en un río quizá
cien, doscientas veces más grande que su humilde riachuelito natal. Permaneció
indeciso un rato, luego se metió con coraje en las fauces
del río.
Las aguas eran turbias y corrían impetuosas, peces gigantes,
con los ojos encendidos, pasaban junto al bagrecito, asustándolo. «No tengo
otro camino que seguir adelante», se dijo resueltamente.
El río turbio, después de un curso por centenares de
kilómetros de tupida selva, entregaba bruscamente sus aguas a otro mucho más
grande.
El bagrecito penetró en él ya casi sin miedo.
Se extrañó de escuchar un vasto y constante run run musical.
Débase a la fina arena y partículas de oro que arrastran las violentas aguas
del río.
En las extensas curvas de ese río caudaloso hierven
terribles remolinos que son prisiones no sólo para las balsas y canoas que,
para descuido de los bogas, entran en ellos, sino también para los propios
peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecito los sorteaba manteniéndose firme a
lo largo de las corrientes que pasan bordeándolos.
Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos,
este río bravo, Blancas montañas resplandecientes, Al bagrecito se le ocurrió
lamer una de esas minas durante una media hora, luego reanudó su viaje con
mayor impulso.
Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó
sobremanera. Pero él juzgó que, seguramente, procedía de los «malos pasos»,
debidos al impresionante salto del río sobre una montaña, grave riesgo del cual
le habló mucho el abuelo.
A medida que avanzaba, el estruendo era más pavoroso... ¡Los
malos pasos a la vista!... Nuestro viajero temerario se preparó para vencer el
peligro... se sacudió el cuerpo, estiró las aletas y las barbitas, cerró los
ojos y se lanzó al torbellino rugiente.
Quince kilómetros de cascadas, peñas, aguas revueltas y
espumantes, pedrones, torrentes, rocas... El bagrecito iba a merced de la furia
de las aguas, aquí, chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un
tremendo oleaje le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le
devolvió a las aguas.
Al término del infierno de los «malos pasos», el bagrecito,
todo maltrecho, buscó refugio debajo de una piedra y se quedó dormido un día y
una noche.
Se consideraba ya baquiano. Además, habla crecido, su pecho
era recio, sus barbas más largas, su color blanco oscuro con reflejos
metálicos, no podía ser de otro modo, ya que muchos soles y muchas lunas
alumbraron desde que salió de su riachuelito natal, ya que había cruzado tantos
ríos, sobre todo, vencido los terroríficos «malos pasos», los «malos pasos» en
que mueren o encanecen muchos hombres.
Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el
viaje. Sin embargo, no muy lejos, por poco concluye sin pena ni gloria. A la
altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, entre sábalos,
boquichicos, corvinas, palometas, lisas; empero, el hijo de un pescador, un
alegre muchacho, lo cogió de las barbas y le arrojó desde la canoa a las aguas,
estimándolo sin
importancia en comparación con los otros pescados.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso
anochecer la atención del viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en
migración hacia arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los millones de
peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas, relampagueando como trozos
de plata en la oscuridad de la noche.
El bagrecito se arrimó a una orilla fuertemente, contra el
lodo, hasta que pasó el último pez. En plena jungla, el voluminoso río
desaparecía en otro más voluminoso.
Así es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de
kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a otros ríos, y éstos a otros,
hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el
Amazonas, el río más grande de la Tierra. Nuestro bagrecito entró en ese
prodigio de la naturaleza a las primeras luces del día, cuando los bosques de
las márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales salvajes. Allá,
en el remoto riachuelito natal, el abuelo le había hablado también mucho del
Rey de los Ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a
otro río... No se veía el fondo ni las orillas. Era, pues, el río más grande
del mundo.
«Debes tener mucho cuidado con los buques», le había
advertido el abuelo.Y el bagrecito pasaba distante de esos monstruos que
circulaban por las aguas, con estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del
alba, digamos mejor para admirarlo, ya que nuestro bagrecito era sensible a la
belleza; el lucero del alba, casi sobre el río, parecía una victoria regia de
lágrimas, después de bañarse de su luz, el bagrecito se hundió en las aguas,
produciendo un leve ruido y leve oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un
pez de mayor tamaño que un hombre para devorarlo. El pobre bagrecito corría a
toda velocidad de sus fuerzas, corría, corría, de pronto columbró un hueco en
la orilla y se ocultó en él... de donde miraba a su terrible enemigo, que iba y
venía y, finalmente, desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta,
pasando frente a puertos, pueblos, haciendas, ciudades, hasta que una noche,
con luna llena enorme, redonda, llegó a la desembocadura. El río era allí
extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de cien leguas al mar.
«¡El mar!», se dijo el bagrecito, profundamente emocionado..
«¡El mar!». Lo vio
esa noche de luna llena como un transparente abismo verde.
El retorno a su riachuelito natal fue difícil. Se encontraba
tan lejos. Ahora tenía que surcar los ríos, lo cual exige mayor esfuerzo. Con
su heroica voluntad dominaba el desaliento.
Vencía todos los peligros. Cruzó los «malos pasos» del río
aprovechando una creciente, y, a veces, a saltos por sobre las rocas y pedrones
que no estabantapados por las aguas. En el riachuelo de las mil vueltas salvó
de morir, por suerte.
Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro
la mecha de un cartucho de dinamita, para arrojarlo a una poza donde muchísimos
peces, entre ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie, con ruidos
característicos, las millares de comejenes que, anticipadamente, desparramó
como cebo el pescador.
¡No había escapatoria!.
Pero, ocurrió algo inesperado, el pescador, creyendo que el
cartucho de dinamita iba a estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a
todo correr se internó en el bosque, las piedras saltaron hasta muy arriba con
la horrenda explosión. Algunos pájaros también cayeron muertos de los ramajes.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al
fin, entró en su riachuelito natal, cuando sintió sus caricias. Besó con
unción, las piedras de su cauce.
Llovía menudamente, los árboles de las riberas, sobre todo
los almendros, estaban florecidos. Había luz solar por entre la lluvia suave y
dentro del riachuelo.
El bagrecito, loco de contento, nadaba en zigzags; de
espaldas, de costado, se hundía hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas,
moviéndolas en el aire. Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su madre ni
al abuelo.
Nadie lo conocía.
Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido
por las palmeras y otros árboles de las márgenes.
Se dio cuenta, entonces, de que era anciano. En el fondo de
la pozuela, con su voz ronca, solía decir, contoneándose orgullosamente: «Yo
conozco el mar. Cuando joven he viajado a él y he vuelto».
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con
admiración. Un bagrecito, de tanto oírlo, se le acercó una noche de luna y le
dijo:
«Abuelo, yo también quiero conocer el mar».
- ¿Tú?
- Si, abuelo.
-Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran
proeza.
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